jueves, septiembre 18

Joseph Lister, el cirujano que tuvo la brillante idea de desinfectarse las manos (e inspiró a los creadores de Listerine y Johnson & Johnson)


Era absolutamente insultante pretender que los doctores se lavaran las manos. Después de todo, eso era insinuar que las tenían sucias y, como dejó claro un obstetra del siglo XIX, “los médicos son caballeros y las manos de un caballero siempre están limpias”.


Ya el médico húngaro Ignaz Semmelweis se había dado un duro golpe contra esa pared en la década de 1840 tras implementar un sistema de lavado de manos para reducir la mortalidad en las salas de maternidad.

Esto último lo logró de una manera espectacular.

En abril de 1847 instaló una cuenca llena de solución de cal clorada en una salas obstétricas del Hospital General de Viena, Austria, y comenzó a salvar vidas de mujeres con tres simples palabras: “lávese las manos”.

En cuestión de un mes, las tasas de mortalidad se redujeron de un 18,3% a 2%.


Si los resultados de esa experiencia y las que siguieron hubieran convencido a todos sus colegas de los méritos de su teoría, quizás aquello de lavarse las manos se habría extendido más allá del campo de la obstetricia.

Pero no fue así.

Semmelweis terminó confinado en un manicómio pues sus pares pensaron que su obsesiva insistencia en el lavado de las manos era una locura.

La ciencia tendría que avanzar más antes de que la higiene se empezara a considerar indispensable para la salud, dentro y fuera de los hospitales.

Peligro de muerte

Ese mismo abril de 1847, en el University College Hospital de Londres, John Phillips Potter, un joven experto en Anatomía, se arañó un nudillo durante la disección de un cadáver infectado.

No le prestó mucha atención, pero la infección se propagó inexorablemente y, tres semanas después, murió de septicemia.

“Las víctimas de la disección deben ocupar un lugar distinguido entre los mártires de la ciencia y el conocimiento”, comentó la revista médica The Lancet.

“Podemos salvar a nuestros artesanos de las minas y los telares y las ruedas de muchos de los peligros incidentes a sus llamamientos, pero nuestro arte no ha podido, hasta ahora, liberar a nuestros propios trabajadores de este veneno destructivo”.

Entre la multitud que asistió al entierro estaba Joseph Lister, uno de los estudiantes de Medicina a los que Potter había instruido.


Lister había crecido en un ambiente en el que la vida de los organismos más pequeños estaba muy presente.

Su padre, Joseph Jackson, además de ser un próspero mercader de vino, dedicaba su tiempo libre a la investigación y había inventado la lente acromática, que transformó al microscopio de ser un juguete científico a herramienta de descubrimiento.

Algunos de esos organismos pequeños que los microscopios estaban poniendo en evidencia habían matado a su instructor, y también, como confirmaría luego, a millones de personas en los hospitales de todo el mundo.

La situación era tan desesperada que llevó al doctor James Y. Simpson, uno de los cirujanos que contribuyó a la introducción de la anestesia, a afirmar que “un hombre acostado en la mesa de operaciones en uno de nuestros hospitales quirúrgicos está expuesto a más posibilidades de muerte que un soldado inglés en el campo de batalla de Waterloo”.

Ese Waterloo

Efectivamente, en las salas quirúrgicas y de recuperación, las infecciones se propagaban de paciente a paciente como incendios forestales.

Ningún cirujano podía estar seguro de que su paciente sobreviviría tras una intervención.

La tasa de mortalidad por operaciones quirúrgicas mayores o amputación de extremidades llegaba a rondar el 40%, y a alcanzar el 60% en hospitales franceses.

Incluso las operaciones más simples conllevaban un alto riesgo de muerte por infección.

De hecho, las infecciones en los hospitales eran tan comunes que el fenómeno llegó a tener dos nombres: fiebre de sala y hospitalismo (este último aún se usa, pero para describir otro problema).

Se culpó a los hospitales por esto, y se habló mucho de cerrarlos y de que los pacientes fueran atendidos en casa.

Pero aunque hubiera algo de razón en ello, sin encontrar la causa no se podía encontrar una solución realmente efectiva.

Y esa causa era todo un misterio: había teorías pero la ciencia médica seguía desconcertada por las infecciones persistentes que mantenían las tasas de mortalidad obstinadamente altas.

Escudo contra microbios

Lister, quien tras graduarse de médico se enamoró de la cirugía y se fue a trabajar a Edimburgo, Escocia, sufría al ver cómo muchos de sus pacientes desarrollaban complicaciones posoperatorias serias o incluso fatales.

En 1855, le mostró una herida que se estaba curando sin supurarse a Batty Tuke, en ese entonces el psiquiatra más influyente de Escocia, y le dijo: “El objetivo principal de mi vida es descubrir cómo conseguir este resultado en todas las heridas”.

Más tarde, como Profesor Regius de Cirugía y a cargo de las salas de operaciones en la Universidad de Glasgow, el problema estaba constantemente presente, en su día a día y en su mente.

Desde hacía años había notado una marcada diferencia en el resultado entre fracturas simples, cuando la piel quedaba intacta, y fracturas compuestas, en las que la superficie de la piel se rompía y a menudo terminaban en “gangrena hospitalaria” y amputación.

Un día estaba charlando con un colega, el profesor Thomas Anderson, y este mencionó que en Francia el famoso químico Louis Pasteur había demostrado que si fluidos susceptibles a la fermentación y la putrefacción se mantenían libres de contacto con el aire, se mantenían frescos.

Más relevante aún, el biólogo francés había revelado que la leche se agriaba y el jugo de uva se fermentaba debido al crecimiento y la acción de diminutas partículas vivas (microbios) que podían transportarse en el aire.

A Lister se le ocurrió de inmediato probar si al interponer un escudo antiséptico entre una herida -como las que quedaban tras una operación- y el entorno, se podían prevenir las complicaciones sépticas.

Era 1865 y poco después de esa afortunada conversación, un niño de Glasgow de 11 años de edad contribuyó involuntariamente a hacer historia.

El nacimiento del método

Se llamaba James Greenlees y lo había atropellado un carruaje en la calle, así que lo llevaron a la sala de emergencias de la Glasgow Royal Infirmary.

El niño tenía una fractura compuesta -la pesadilla de los cirujanos- en la pierna izquierda.

Lister decidió experimentar.

Había pensado que para matar a los microbios podía usar un químico; después de todo, las sustancias “antisépticas” habían sido utilizadas desde tiempos inmemoriales.

Optó por una sustancia que solía usarse para limpiar el alcantarillado en la ciudad de Carlisle y estaba disponible como una solución de ácido carbólico al 5%.

Dispuso que las manos, la ropa, los instrumentos quirúrgicos y las heridas debían lavarse con ese químico.

Al terminar la operación, aplicó un vendaje bañado en ácido carbólico y, crucialmente, ordenó que el apósito fuera renovado varias veces a medida que pasaban los días.