Tras conquistar gran parte de Europa Occidental en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi dedicó un enorme esfuerzo a proteger lo que había invadido.
Una vez que Estados Unidos entró en la guerra del lado de los Aliados a finales de 1941, la amenaza de invasión desde el mar pasó de ser una clara posibilidad a una certeza.
Para evitarla, cientos de miles de trabajadores forzados –algunos de ellos prisioneros rusos capturados en el Frente Oriental– se pusieron a construir muros, trampas para tanques y emplazamientos de hormigón armado. Las fortificaciones se extendían a lo largo de unos 5.000 km, desde la frontera de Francia con España hasta el extremo norte de Noruega.
Adolf Hitler la llamó la Muralla Atlántica, y aún quedan muchos vestigios de ella, sembrados en playas desde el golfo de Vizcaya hasta los fiordos subárticos.
Los planificadores militares aliados tuvieron que enfrentarse a muchos retos durante sus largos preparativos para la liberación de Europa. La toma de un puerto era lo más lógico: sería más fácil hacer llegar suministros vitales a las tropas en la cabeza de playa descargando los barcos más rápidamente en los muelles. Pero los puertos de la costa del Canal de la Mancha habían sido fortificados por los defensores alemanes.