miércoles, diciembre 10

Del Coliseo a la Casa Blanca: una historia del poder y sus espectáculos


Los gobernantes han entendido que acercarse a un atleta no es solo un gesto cordial: es apropiarse de un símbolo de poder y prestigio.

Hace unos días que una imagen dio la vuelta al mundo: Donald Trump y Cristiano Ronaldo saludándose entre sonrisas, rodeados de flashes y micrófonos, luego posando en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Este no ha sido un simple encuentro entre un político y un deportista; sino el choque de dos galaxias mediáticas, dos fuerzas de influencia global. La invitación del expresidente al astro portugués generó análisis, rumores y hasta alguna teoría conspirativa sobre el poder de la fama en estos tiempos de hipervisibilidad.

Muchos han visto en esta situación un random crossover, y quizá lo es, pero tampoco tiene nada de nuevo. Desde las arenas de Roma hasta los estadios del siglo XX, los gobernantes han entendido que acercarse a un atleta no es solo un gesto cordial: es apropiarse de un símbolo de poder y prestigio. A lo largo de la historia, esta alianza ha generado escenas tan fascinantes como inesperadas, algunas casi inverosímiles, pero siempre reveladoras de cómo el espectáculo puede convertirse en un escenario político de primer orden.

El día en que el gladiador mató al César

El historiador Dión Casio dejó constancia en su Historiae Romanae de que, en la Antigua Roma, ningún gobernante entendió mejor el poder simbólico del espectáculo público y el poder de los ídolos que Cómodo, el emperador que decidió convertirse en gladiador —un personaje que Joaquín Phoenix inmortalizó en la película Gladiator—.

El ambicioso hijo de Marco Aurelio no se conformaba con presidir los juegos desde el palco imperial: bajaba a la arena, armado, vestido como Hércules, listo para luchar ante decenas de miles de espectadores. Su objetivo no era solo entretener, sino mostrar públicamente una fuerza casi divina, legitimando su autoridad incluso en el terreno de los héroes populares.

A su lado estaba siempre Narciso, un gladiador profesional que lo acompañaba en cada exhibición. Cómodo lo trataba como a una superestrella: compartían entrenamientos, maniobras y victorias cuidadosamente escenificadas ante el público. Pero la admiración del emperador tuvo un desenlace inesperado.

En el año 192, Narciso se unió a una conspiración senatorial y, aprovechando un momento de vulnerabilidad, estranguló a Cómodo en su baño. El gladiador que había glorificado al emperador al estatus de héroe terminó por derribarlo fuera de la arena, donde el poder ya no pudo protegerlo.

Torneos, lanzas y poder: los torneos de Ricardo I

La Edad Media convirtió los juegos de armas en política pura. Roger de Hoveden relata en su crónica Gesta Regis Henrici Secundi que el rey Ricardo I de Inglaterra, célebre por sus campañas en Tierra Santa, utilizaba los torneos de justas como un escenario diplomático: un lugar para medir fuerzas, premiar lealtades y, sobre todo, dejar claras las jerarquías del reino.

Uno de los episodios más citados por los medievalistas ocurrió en 1194, tras el regreso de Ricardo de su cautiverio, en el castillo de Dürnstein, Austria, donde había sido retenido por el emperador Enrique VI. Los torneos que organizó no eran meras exhibiciones caballerescas; estaban cuidadosamente planeados para reafirmar su autoridad tras los meses en que Inglaterra había quedado bajo el control de su hermano, Juan Sin Tierra.

Entre los caballeros convocados destacaba un joven noble, William Marshal, considerado por los cronistas como uno de los guerreros más brillantes de su tiempo. La relación entre Ricardo y William era más que la de un rey y un soldado: era una alianza de confianza.

Sin embargo, diez años atrás, durante la campaña en Francia en la que Ricardo se enfrentó a su padre, Enrique III, William, que luchaba entonces en el bando de Enrique, derribó al futuro Corazón de León de su caballo. Algunos relatos cuentan que incluso pudo haberlo matado, pero decidió perdonarle la vida, limitándose a abatir el caballo. Debido a ello, con la muerte de Enrique, Ricardo terminaría aceptando a William en su corte.

En los torneos, el rey no participaba directamente —demasiado valioso para arriesgarse—, pero dirigía la contienda desde la barrera, marcando movimientos y estrategias que William ejecutaba con precisión. Cada victoria de Marshal reforzaba la autoridad recién recuperada de Ricardo, y cada caballero derribado del bando de Juan enviaba un mensaje inequívoco: la lealtad, la destreza y la complicidad entre el rey y su guerrero más confiable eran el verdadero motor del poder, golpe a golpe, lanza a lanza.

Hitler y Schmeling: el boxeo como arma de propaganda

En 1936, Alemania vivía bajo la lupa del mundo y los Juegos Olímpicos de Berlín eran el escaparate perfecto para el régimen nazi. Entre los símbolos deportivos que Hitler eligió para exhibir esa supuesta superioridad aria estaba Max Schmeling, campeón mundial de peso pesado. El boxeador se convirtió en un ícono propagandístico y fue recibido por el Führer en varias ocasiones, siendo fotografiado con él y presentado al público como modelo de fuerza, disciplina y raza.

Max Schmeling, con sus acompañantes, haciendo el saludo nazi tras su victoria sobre Steve Hamas en Hamburgo, Alemania, el 10 de marzo de 1935.
Max Schmeling, con sus acompañantes, haciendo el saludo nazi tras su victoria sobre Steve Hamas en Hamburgo, Alemania, el 10 de marzo de 1935.Cordon Press

Sin embargo, la relación de Max Schmeling con Hitler y el régimen nazi estuvo marcada por la tensión entre el deporte y la política. Aunque el régimen quería utilizarlo como símbolo de la supremacía aria tras su victoria sobre Joe Louis en 1936, Schmeling no compartía la ideología nazi y se negó a despedir a su mánager judío, arriesgando su carrera y su seguridad personal.

En 1938, cuando se enfrentó nuevamente a Joe Louis en el “combate del siglo”, Hitler esperaba una victoria que reforzara su propaganda, pero Schmeling mantuvo el enfoque deportivo: era un boxeador, no un político. Tras la derrota, la presión del régimen continuó, pero él conservó su integridad y autonomía, demostrando que un atleta puede actuar con principios incluso frente a un poder absoluto.