Después de cinco semanas de travesía por el Atlántico, al fin hemos encontrado tierra después de una travesía dura mucho más larga de lo que pensaba.
¡Tierra, tierra!” Pasaban dos horas de la medianoche del viernes 12 de octubre, cuando Rodrigo de Triana, encaramado a la cofa del palo mayor de la carabela Pinta, nos sobresaltó a todos con sus gritos. Hacía mucho tiempo que todos deseábamos escuchar esas palabras. La buena nueva de Rodrigo tornó todo el cansancio y la decepción acumulados en alegría y emoción. Los marineros, muchos de ellos con lágrimas en los ojos, hincaron una rodilla en cubierta y con la cabeza gacha comenzaron a entonar un Te deum para agradecer a Dios que esta audaz travesía terminara felizmente.
¡Tierra, tierra!” Pasaban dos horas de la medianoche del viernes 12 de octubre, cuando Rodrigo de Triana, encaramado a la cofa del palo mayor de la carabela Pinta, nos sobresaltó a todos con sus gritos. Hacía mucho tiempo que todos deseábamos escuchar esas palabras. La buena nueva de Rodrigo tornó todo el cansancio y la decepción acumulados en alegría y emoción. Los marineros, muchos de ellos con lágrimas en los ojos, hincaron una rodilla en cubierta y con la cabeza gacha comenzaron a entonar un Te deum para agradecer a Dios que esta audaz travesía terminara felizmente.
Poca gente confiaba en el éxito de este viaje: cruzar el océano desde Europa hasta las costas de Asia rodeando la esfera terrestre hacia poniente, eludiendo el camino que bordea África, una empresa temeraria que nadie antes se había atrevido a plantear.
Al amanecer del 3 de agosto, partían del puerto de Palos de la Frontera dos veloces carabelas, la Pinta y la Niña, capitaneadas por Martín Alonso y Vicente Yáñez Pinzón, y una nao un poco mayor y más lenta, la Santa María, que yo mismo comandaba. Repartidos entre las tres embarcaciones, iba un centenar de hombres, experimentados marineros de Palos, pero también algún cántabro y vasco y un par de italianos y portugueses, enrolados bajo la promesa de obtener las fabulosas riquezas de las fértiles tierras de Catay y Cipango, descritas por Marco Polo.
En pocos días arribamos a las islas Canarias, donde atracamos nuestras naves durante un mes mientras reparábamos la Pinta, que había roto el timón al poco de partir de Palos. Al zarpar de la Gomera hacia el océano ignoto, el 6 de septiembre, todos los que allí quedaban nos tenían, seguro, por muertos, a mí y a los hombres que me acompañaban.
Una vez dejamos atrás las islas Canarias, el entusiasmo inicial de tan heterogénea tripulación imaginando las inmensas riquezas que les esperaban en Asia dio paso al pesimismo y las tensiones que imperan en alta mar. Nadie, salvo el capitán, goza en un barco de un aposento privado. La marinería debe compartir espacio en cubierta, durmiendo al raso las noches de buen tiempo y buscando un refugio los días de tormenta. La comida está racionada y muchas veces, se almuerza al anochecer, bajo la luz de la luna o las estrellas, para no ver el estado del trago que uno se lleva a la boca.
La falta de higiene, puesto que el agua dulce es solo para beber, imponen un exasperante ambiente maloliente al que se suman los hedores repulsivos de la galería de letrinas abiertas en las que todos hacen sus necesidades a la vista de los demás. Incluso los viajes sin complicaciones ponen a prueba la resistencia del más experimentado de los marineros.
Durante cuatro interminables y monótonas semanas desplegamos y recogimos velas para aprovechar los vientos alisios que nos empujaban en línea recta hacia poniente y las condiciones meteorológicas eran óptimas. Aun así, nunca divisábamos más que la lejana línea azul del horizonte hasta donde alcanzaba la vista. El tiempo pasaba muy lentamente y las horas a bordo se hacían interminables. El hambre y la sed, el sol abrasador durante el día –o la fría brisa marina al caer la noche–, hicieron mella en todos nosotros. La monotonía lleva al tedio, el tedio engendra el desasosiego y, al cabo de tanto tiempo, aparece el terror a perecer sepultado en el fondo del océano.
Aunque todos los hombres enrolados son experimentados marineros, ninguno había estado antes más de una quincena de días sin pisar tierra, y varias veces debí convencerlos para no dar media vuelta, pues temían que nunca llegaríamos a nuestro destino y que nos quedaríamos sin viento favorable para regresar a nuestros hogares.
Ningún marinero en su sano juicio se habría internado en el océano más de 800 leguas y aunque yo esperaba encontrar islas y tierras intermedias mucho antes, mis cálculos eran que deberíamos cruzar no menos de mil quinientas leguas antes de llegar a Asia. Desde que salimos de las Canarias llevé una doble contabilidad, la real, que solo yo conocía, y la que anunciaba en público, que era menor, para que no cundiera la desesperación entre la tripulación.
A pesar de todos mis cálculos, nuestro viaje se alargó más de lo que yo creía. A partir de octubre encontramos todo tipo de juncos, cañas o tablas flotando sobre el mar y aves que parecían anunciar la proximidad de una costa que nunca alcanzábamos a otear. El 10 de octubre, los hombres de la Santa María llegaron a amenazarme con arrojarme por la borda si no aprovechábamos los vientos de poniente que se habían levantado para girar la proa a la Península Ibérica.
Yo me esforcé por persuadirlos de que nuestra meta y sus riquezas estaban ya cerca, pero nada de ello los hacía entrar en razón. Fue entonces cuando me vi obligado a confesar a los hermanos Pinzón el secreto de la doble contabilidad y que estábamos mucho más lejos de nuestra patria de lo que todos creían. De acuerdo con ellos, convenimos que si en tres días no habíamos avistado la tierra, daríamos media vuelta y regresaríamos a casa.
Al poco de hacer este trato, caída ya la noche del jueves 11, bajo una luna gibosa, casi plena, que iluminaba todo desde lo alto del firmamento, me pareció ver como una lumbre, que se alzaba a lo lejos, pero como fuese que a nadie pareció eso ser indicio de tierra, me retiré a mis aposentos en el castillo de popa.
Mecido por las olas del atlántico, pasé las siguientes horas en un duermevela preocupado porque venciera el plazo que me había sido dado sin avistar las costas de Catay, hasta que el alboroto generado por los gritos de Rodrigo de Triana en alegría y emoción.
Al alba, soltamos los bateles amarrados a la popa de las naos y nos dirigimos a tierra firme, la primera que pisamos en cinco semanas. Allí, con dos estandartes de la Cruz Verde decorados con una F y una Y y una corona encima de cada letra, tomé posesión de aquella isla en nombre del rey y la reina católicos, Isabel y Fernando mis señores.
Esta islita, a la que primero llegamos, es la que sus naturales llaman Guanahani, y que yo he bautizado como San Salvador, en honor a Nuestro Señor Todopoderoso y a la merced que nos ha hecho con este viaje. Sus habitantes, los lucayos –hombres de las islas en la lengua de los indios– nos observan con sorpresa y admiración, y no son por lo que creo los habitantes de Catay.
Deben formar parte de las Siete Mil islas que Marco Polo sitúa en el extremo oriental de Asia, situadas varias etapas antes de llegar a los fabulosos imperios de Cipango y del Gran Khan. Ahora, gracias a la providencia divina, tomaré en nombre propio y de los Reyes Católicos, que en adelante serán los señores de todas estas tierras, todavía desconocidas para Europa.